Permítame, doña Cigüeña María, que hoy les cuente a mis vecinos una historia de cine, del cine de verano, del cine de una familia gitana que fue muy querida y apreciada en Las Rozas. Los vecinos de este pueblo, como usted bien sabe, disfrutaban desde finales de junio, durante los fines de semana y festivos, del séptimo arte al aire libre.  Al acabar el curso escolar, se esperaba con expectación la llegada del primer fin de semana de julio. Toda la maquinaria cinematográfica se ponía en movimiento, y no solo se movía la imagen proyectada en un ‘gran sábana blanca’ clavada sobre dos postes de madera. Se agitaba todo un pueblo.

El cine de los gitanos, todo un acontecimiento

Recuerde, doña Cigüeña María, cómo se arremolinaban chiquillos y adultos en una de las fachadas de la antigua tienda de cuadros de los hermanos Araque, antiguo cine de Las Rozas y hoy salón de Plenos del Ayuntamiento, para conocer qué películas iban a ser proyectadas, una el sábado y otra el domingo. “Aquello era lo más grande para nuestra generación”, asegura Pedro. Año tras año, el cine llegaba a Las Rozas de la mano de una familia procedente de Hungría y afincada, en aquellos tiempos, en Boadilla del Monte. De entre todos ellos, destacaba la figura de Águeda, pues era ella la encargada de ‘cobrar’ la entrada, más bien de intentarlo, pues más de uno se escaqueaba. A Águeda le acompañaban su padre, su tío y una tía, cuya vestimenta zíngara ha quedado en la retina de muchos roceños.

¡Mañana: indio con gorila!

El recuerdo de aquella familia gitana se remonta a la época en que llegaban a Las Rozas a lomos de un carro, que con el tiempo sería sustituido por una pequeña caravana o autobús, donde vivían. A voz en grito anunciaban la película para, años más tarde, hacerlo a través de una cartelera con los éxitos de la temporada. En la velada del sábado, aprovechando el corte para colocar el último rollo, el más mayor de la familia comparecía ante los presentes con un modo particular de informar sobre el programa del domingo. “¡Mañana: indio con gorila!” para referirse a Tarzán. Y cuando no tenía muy claro qué film se proyectaría al día siguiente: “¡Mañana: programa diferente!”, según recuerda entre risas José Luis Bravo.

En ocasiones, el sistema del proyector fallaba y hacía que la imagen se ralentizara hasta que, como si se accionase una manivela, la acción se aceleraba hasta alcanzar la velocidad adecuada. En realidad, esos “inconvenientes” no parecían importar mucho a los asistentes. Incluso “daba igual si ya habías visto la película anunciada… había que bajar al cine de los gitanos”, recuerda Pedro, uno de aquellos vecinos que en la década de los setenta y ochenta asistía, como tantos otros, a las calurosas noches de cine en la calle con su inseparable silla traída de casa. “Eran veranos de niños en la calle a las tantas de la noche y sin ningún peligro. Eran veranos ideales. Por la mañana ibas a la piscina municipal de la Dehesa de Navalcarbón y a las diez de la noche, ya sin luz solar, cada uno con su silla, caja de refresco o banqueta improvisada, y quizás, un jersey fino por si acaso, bajabas al cine de los gitanos con 25 pesetas, que era lo que costaba”.

Con la silla a cuestas

El cine de los gitanos tuvo varias ubicaciones: junto a la fachada del actual salón de Plenos del Consistorio en la calle Los Quicos; en la plaza de España, en torno al actual bar Los Amigos. Pero también se ubicó al lado de las antiguas Escuelas de la calle Constitución, junto a la Iglesia; y tiempo después, en un solar que había de camino a El Burgo.

En todas estas ubicaciones las historias fueron casi las mismas. Los chavales se sentaban delante y las parejas adultas, detrás. Todos identifican al cine de los gitanos “con la silla, el bocadillo traído de casa y las pipas. Había un descanso para cambiar la cinta de la película, momento en el que aprovechabas para bajar a comprar a la antigua Mezquita algunas chuches”, rememora Alex, quien añade que aquel cine “fue lugar de nacimiento de amores, amistades y también de desencuentros”.

Daba igual la edad o los gustos, todos los roceños tenían una cita con el cine de los gitanos. Era un lugar de encuentro, “la película era lo de menos”, añade Alex, a quien le gustaban hasta los ruidos y el continuo trasiego de gente por delante.

Modus operandi para pagar

Y es que en aquel cine había mucho movimiento, un modus operandi llegado el momento de pagar: intentar engañar a Águeda. Algunos lo conseguían pero, año tras año, la astuta gitana conseguía perfeccionar su sistema de recaudación. “En la Plaza de España, había veces que me subía a un terraplén que había para esconderme cuando venía a cobrar, pero siempre te pillaba”, confiesa Cristina. Águeda, a los quince minutos de comenzar la película, se apresuraba a cobrar la entrada. Ataviada con una linterna y un mandil, donde guardaba la recaudación, iba silla por silla intentando que nadie se le escapara sin pagar, momento en el que los chiquillos aprovechaban para correr o esconderse hasta que Águeda pasaba de largo.

De los cinco duros que te daban en casa para el cine, muchos se gastaban más de la mitad en comprar chucherías, refrescos y pipas. Con el resto, no llegaba para pagar la película, así que intentaban burlar a la cobradora depositando en su mandil lo que les sobraba, pero “la gitana estaba de vuelta”, y sin embargo, “al final te dejaba quedarte”, recuerda Pedro.

Películas para todos los públicos

Cada pandilla tenía su zona favorita. Y cada edad su ‘interés especial por la película’. Cuando había escenas subidas de tono, no faltaban los gritos de los más osados, para enfado de padres, sonrojo de pequeños, y carcajada generalizada de los jóvenes. La oscuridad de la noche daba paso al anonimato, aunque había voces inconfundibles.

Tiburón, Tarántula, La Cosa, La Masa, Grease, Fiebre del sábado noche… ¡Cuántos podrán decir que la vieron en el cine de los gitanos de Las Rozas! Al finalizar la cinta se encendían las luces. Era hora de regresar a casa y de despertar a más de uno que se había quedado dormido. Comenzaba así el peregrinaje de hordas de chavalería de vuelta a sus domicilios. Atrás quedaban los restos de bolsas de pipas, palomitas, papeles de plata que habían envuelto los bocadillos… e historias de cine.

The end

La historia de Águeda y su familia se fue diluyendo con el paso del tiempo. Con la inauguración de las salas del cine del Centro Comercial del Burgo (1987), su presencia se difuminó, intuyendo que a partir de ahí serían otros pueblos los que podrían seguir disfrutando de su oficio. Águeda se hizo cargo de sus tíos, ya mayores, y del negocio. Y con la llegada de las cintas de vídeo, lo dejó.

Aquella morena de pelo rizado y baja estatura, con años de cine de verano a sus espaldas, continuó vinculada a Las Rozas en otros oficios. Me cuentan que hoy en día, aún con su ya avanzada edad, organiza fiestas en colegios en algún municipio cercano. “Si preguntas por Águeda en Las Rozas, te dirán que era muy apreciada, todo el mundo hablaba bien de ella. Era muy buena y muy educada”, asegura Angelita, quien entabló con ella una cercana relación entre infusiones de manzanilla en la Taberna de Regiones.

La película de aquella familia gitana llegó a su fin en Las Rozas rozando los noventa. Durante más de dos décadas formó parte del paisaje veraniego del pueblo. Formó parte inseparable de la Historia de Las Rozas. Fue la película del verano.