Acabamos de conocer los últimos datos sobre siniestralidad laboral publicados por el Ministerio de Trabajo y Economía Social, que abarca el periodo comprendido entre los meses de enero a septiembre de 2020.
A pesar de que en esta estadística ya se incluyen los pocos casos en que los contagios por Covid19 han tenido la suerte de ser calificados como accidentes de trabajo, comprobamos que la paralización de la economía ha tenido una importante incidencia en el descenso del número de accidentes laborales que se han producido este año. Al medio millón de accidentes ocurridos el pasado año 2019, en lo que va de año, la cifra no alcanza los 350.000. A veces, hasta las desgracias más inesperadas nos traen algún aspecto positivo.
Responsabilidad
La deficiente actuación de la Inspección de Trabajo; la ausencia de una mínima responsabilidad empresarial; o el consabido rechazo automático por parte de las compañías de seguros, provocan que muchos de estos accidentes de trabajo deban ser resueltos por los tribunales de justicia. La finalidad es determinar quién es el responsable del mismo y a cuánto debe ascender la indemnización a que tienen derecho el trabajador accidentado, o sus allegados.
Pues bien, quiero detenerme en la segunda cuestión. La que debe determinar el precio que debe darse a las lesiones que ha sufrido un trabajador o, en los casos más graves, el valor económico que tenía su propia vida. Poner precio a la pérdida total o parcial de un órgano, a la imposibilidad de volver a caminar, o más aún, a la muerte de una persona no es fácil. Es más, pienso que en realidad es una tarea imposible. Pero es trabajo de los jueces hacerlo. Y desde luego, nuestra legislación no se lo pone nada fácil.
La mayoría de ellos escudriñan nuestro ordenamiento jurídico en busca de algún criterio, homologado y estandarizado, que les diga cuánto vale un dedo pulgar de la mano derecha. Cuánto cuesta tener que lucir de por vida una cicatriz en la mejilla. O si la muerte de un cabeza de familia de sesenta años vale lo mismo que la de un joven soltero de veinticinco.
Y lamentablemente lo único que encuentran nuestros jueces es el deficiente y más que mejorable baremo previsto para las indemnizaciones por accidentes de tráfico que recoge en la Ley 35/2015. Un baremo que, en líneas generales, en modo alguno concede una indemnización razonable al trabajador accidentado o a sus familias. Nuestros sucesivos Gobiernos van desoyendo, uno tras otro, el mandato que recibieron de la Disposición Adicional 5ª de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social, en la que se les concedía el plazo de seis meses desde su entrada en vigor -allá por el mes de diciembre de 2011- para que aprobaran un sistema de valoración específico de daños derivados de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales. A día de hoy seguimos esperando.
Es cierto que son numerosos los jueces que, cada vez más, utilizan este baremo de tráfico sólo de forma orientadora, aplicando unos factores de corrección que ajustan al alza la indemnización que deben percibir los trabajadores. Sin embargo, esta aplicación orientadora, si bien suele conceder indemnizaciones más justas, también provoca una inseguridad jurídica que supone el caldo de cultivo perfecto para la litigiosidad, propiciando que muchos asuntos no se resuelvan amistosamente pues ninguna de las partes implicadas –trabajador y empresario-, tiene claro cuánto tendrán que abonar o percibir.
Esperemos que el cercano 2021 sea el año en que este baremo específico vea por fin la luz. Aunque sinceramente, no creo que tal cosa suceda. Parece haber leyes más importantes en la agenda política.