Amanece un día en mi ciudad, pongamos un martes cualquiera, uno de esos días de la semana que me recuerda que la vida no es un regalo, que la vida hay que ganársela. Ese día, como anuncio de la jornada que me espera, si he tenido la suerte de disfrutar de una noche placentera y de un descanso reparador, ya tan poco habitual, como trompeta de Jericó suena mi despertador. Instrumento demoníaco que insiste en que me levante de mi lecho aunque no quiera y madrugue, sea cual sea la hora, pues ¿no es madrugar levantarte de tu cama antes de que te apetezca, sea la hora que sea?
Pues ese utensilio, con la falta de compasión que le caracteriza, despiadado hasta que el internet de las cosas le dote de lo más parecido a una alma virtual, comienza su melodía, melodía que he seleccionado en vano entre varias decenas con el ingenuo fin de hacer más agradable y menos brusco mi despertar mañanero. Ante tal alarde de pitidos, aullidos, música favorita o vibraciones claudico, apago el artilugio y, despacio como un folívoro taciturno, me incorporo a mis acostumbrados quehaceres matutinos. Pero antes, mucho antes, cuando el anhelado sol apenas ilumina con sus rayos el alba, ya me he enfrentado a todas las amenazas auditivas de cada mañana.

Lo primero, el cambio de turno de los laboriosos conserjes que no dudan, justo bajo mi ventana, en comentar cual pregoneros las pocas incidencias de la noche que termina. Ha sido tranquila. Poco más tarde dan paso a ese perro salchicha, al que los entendidos llaman teckel, y al que su fiel y abnegado amo -haga frío, calor, haya nevada o tempestad, ¿quién es el amo de quién?- saca a pasear cada mañana, valga el eufemismo; y que saluda los buenos días a la vecindad con una violenta ráfaga de aullidos, que no ladridos, -auuuuuuuu- más propia de una bestia desesperada de cuatro pulmones, que de una pequeña mascota familiar. Una vez desahogado el animalito tras su pasteleado paseíto matutino, retorna con su dueño a su domicilio canino en silencio, pudoroso, como arrepentido del doble espectáculo, sonoro y visual, con el que nos ha deleitado.
Le sigue un malvado individuo con otro artilugio diabólico mucho más escandaloso que, además de retorcer mis tímpanos, sirve de manera secundaria para soplar y hacer bulto de las hojas del árbol caídas, que son juguetes del viento, hasta que llega este señor encomendado por el Ayuntamiento de Las Rozas quien bien podría comenzar más tarde su labor. Las hojas no van a cambiar mucho de lugar. Mas mucho antes ha llegado el repartidor de prensa en su furgoneta parda y que, tras arrastrar con innecesaria brusquedad su puerta corredera -ruuuuuum-, carga de diarios y tira, aunque parezca que arrastra, de su carro de ruedas chirriantes -¿por qué no engrasas los ejes?- hasta el estanco de la esquina. Poca distancia, es verdad, aunque la suficiente como para acordarme de mi ipad y de la información digital, mucho más silenciosa desde luego.
Y apenas el señor de la prensa ha cumplido con su cometido para regocijo de los lectores nostálgicos, ha subido a su vehículo y ha abandonado el lugar hasta la siguiente jornada, llega el primer autobús de la mañana, que se anuncia y me recuerda que no vivimos lejos del mundanal ruido; y no es un autobús cualquiera: este autobús es parlante. Mi autobús, que de tanto escucharlo, que no oírlo, cada amanecer considero ya una parte de mí, recuerda con voz de beefeater a sus viajeros en potencia aristotélica su nombre, su destino y su camino -línea 629, destino Madrid, servicio exprés, busvao- siempre, sin escusa por una inesperada afonía eléctrica o un golpe de tos digital, supongo que para evitar que los ciudadanos con problemas de visión se encaramen al transporte indeseado. Lo celebro. Nunca se equivoca. Y después marcha.

Algunos días sopla el viento a mi favor desde la estación y oigo el paso de los trenes -tantan, tantan, tantan-; incluso alguno me saluda con su toque de bocina; porque me saluda a mí, sin duda, en un gesto ferroviario de generosa atención. ¿Y los trinos y el alegre piar de los pájaros? ¿Pero qué les pasa a esas criaturas de Dios? -píooooooo, ruuuuuac- Qué bucólico, qué alegre, qué dulce es su canto sí, las cien primeras veces. Pero saludan el nuevo día con sus agudos trinos, desentonan en sus reclamos y sus alardes musicales suponen un ataque frontal a la armonía musical.
Pero no hagamos únicos protagonistas de la magia de mi amanecer a artilugios, animalitos y sufridos trabajadores que tanto madrugan. Dediquemos una reflexión a mis desconsiderados vecinos de Las Rozas que desahogan su ira, pues otra explicación no cabe, subiendo las persianas de su hogar. Raro es que con ese tirón de cinta no alcancen las tablillas al vecino del piso superior dada la potencia desmesurada con la que el ejecutor se aplica, todos y cada uno de mis días. Como veis es magia. Magia negra antes de que suene mi despertador. Me quejo, sí, pero lo justo puesto que el afilador, el tapicero y el camión de la basura me tienen algo más de respeto. Gracias. Y ya no hay sereno, ni aguador y mi casa no tiene más balcones que ladrillos, ni más pisos que balcones como en tiempos de Larra, El pobrecito hablador.
Por fin, para consuelo de mis castigados oídos, la exquisita música elegida -bitels, estarguars, El padrino- que nace del instituto cercano para dar la bienvenida matutina a sus alumnos y que, muchas más gracias, emite con generosa sonoridad, me redime y me reconcilia con los ruidos y sonidos que cada día incordian mi despertar. Hasta mañana miércoles.