La Guerra Civil aún permanece en la memoria de vecinos de Las Rozas, que tras un buen puñado de años a sus espaldas, aún son capaces de narrarlo para que su historia, la Historia vivida, no caiga en el olvido. En su memoria recuerdan aquel día que, armados de valor, horror y tristeza tuvieron que abandonar su pueblo, su vida. La Guerra Civil llamó a sus puertas, y la guerra quedó grabada para siempre en su memoria. En MeetLasRozas queremos recuperar historias de nuestro pueblo y sus gentes, aunque éstas hablen a veces de amargas experiencias que aún perduran en la memoria de sus verdaderos protagonistas. Esta es la historia de Isabel, la Guerra Civil grabada en su memoria.

Isabel Gómez Bravo posando con su marido Pepe Sánchez, cuando se hicieron novios.

Un mal sueño

Al menos allí, el estallido de las bombas se escuchaba muy lejano, unas veces como un redoble de tambor de hojalata y, en otras ocasiones, como el eco del juego de bolos al ser derribados con estrépito. Todo en los niños tenía un significado aplicado a sus fantasías infantiles. Isabel, junto a sus hermanos y sus padres, en total nueve bocas, tras largas desventuras, pasaron de vivir en el chalé de la Colonia de Torrelodones “Villa Paquita” a la finca de “Monte Alegría”, curioso nombre para sufrir una guerra. Como en el juego de mesa, de oca a oca y pobreza porque me toca.

Después se les unió el abuelo Jesús que era de buen comer, cosa que apenas pudo practicar en su corta estancia con ellos: murió a los pocos meses con más hambre que miseria, y eso que de ésta tenía un rato largo. Nunca en su vida tuvo nada, por no tener no tuvo ni rezo de cura ni confesión, aunque ninguna de estas cosas pidió para expiar el pecado de pobreza, el pecado de los hombres del campo. Un mal día, el abuelo Jesús, tras patearse todos los pueblos de la sierra en busca de algo que llevarse a la boca, decidió que no merecía la pena seguir penando, y se fue. Se fue como se va la gente humilde y derrotada, como decía el poeta que murió por esos mismos días en el exilio francés: “desnudo como los hijos de la mar”.

En la finca de Torrelodones “Monte Alegría”, en la casa del guarda, donde malvivía toda la familia, velaron por una noche sus restos, que en verdad eran pocos. Los hermanos mayores de Isabel, con cuatro tablas mal contadas, montaron una caja de madera y, en un carretón ferroviario, trasladaron sus restos al cementerio de Torrelodones, a mitad de camino entre el pueblo y la estación. Iba vestido con un traje negro, tirando a pardo, al que se le había dado la vuelta, con más ojales que botones, el mismo traje que había lucido el día de su boda.

Huyendo de la Guerra Civil

Los padres de la pequeña Isabel, Vicenta y Gabriel, habían salido de Las Rozas huyendo de la guerra, con sus siete hijos, cuatro chicas y tres varones, cuando los temibles aviones rebeldes empezaron a bombardear su pueblo. Tras de sí dejaron un gran dolor al ver su casa destruida y los primeros vecinos muertos. Este triste honor lo tuvo la tía Petra con su hijo en brazos, y su marido; también se contaron entre las víctimas el electricista y su pequeño.

Al alba del día siguiente, recogieron los restos de sus vidas, y salieron andando, vía adelante, con una borriquilla tuerta que traqueteaba sus dos serones cargados de los enseres más primarios. Esa misma noche, temerosos, y en completo silencio, el padre y los chicos mayores hicieron otro viaje para recoger los colchones de poca lana, paja, y mucha borra, aventados y estirados el pasado verano, que se habían salvado de la tragedia.

Antes de llegar al barrio ferroviario de Las Matas, encontraron acomodo en una caseta donde los obreros de la vía se resguardaban para comer. Allí, durmiendo encima de la mesa, esperaron a que pasara algo, pero sin saber el qué. De momento, únicamente pasaban los días, y la Guerra Civil avanzaba inexorable poniendo cerco a sus paupérrimas vidas. Desde la capital formaron un tren que iría recogiendo familias desplazadas en sus desvencijados vagones, otrora dedicados a mercancías, y ellos fueron unos de los agraciados en subirse al mismo.

Portada del tercer volumen de Lugares de las BI en Madrid. Fuente: traficantes.net

El último tren

Fue el último tren que saldría de Madrid hacia la sierra del Guadarrama. El cerco a la capital de la Republica estaba a punto de consumarse y duraría casi tres años.

En noviembre del primer año de la Guerra Civil, los nacionales a las órdenes del general Varela iniciaron lo que se llamó la Batalla de la carretera de La Coruña, y su avance imparable significó el retroceso del incipiente ejército republicano hacia posiciones más seguras, mejor defendidas, y allí se encontrarían con la familia de Isabel, y con los demás refugiados.

El tren, clasificado bajo el túnel de entrada a la estación de la colonia de veraneantes de Torrelodones, pretendió servirles de hogar y refugio durante las primeras semanas del recién estrenado otoño de 1936, aunque no cumplió ninguna de estas premisas; la humedad y la oscuridad reinante en el túnel lo hicieron imposible. Los desastres de la Guerra Civil no habían hecho más que empezar.

El hambre, fiel acompañante

Isabel cumpliría diez años de vida en el primer noviembre de la contienda, sin más regalo que la calle para correr. Recuerda que ese día tan especial desayunó lo mismo que todos los días: el café de  los soldados, que  preparaban calentando agua en un gran caldero para añadirle latas de leche condensada y colorearlo con achicoria.

Pronto los más pequeños sabrían la verdad del cuento: si quieres comer búscate la comida. Y ese fue su juego más entrañable, y que jamás olvidarían mientras vivieran. Casi siempre, iban las niñas porque despertaban la caridad entre los soldados rusos que allí acampaban. Salían con una lata grande y no volvían hasta que la llenaban del rancho militar. En cambio los hermanos mayores, con catorce y quince  años, eran rechazados diciéndoles que se alistaran para luchar en el frente. Con esa pena, enganchada en el cuerpo, volvían con sus padres, y para ocultar su vergüenza no salían de casa en muchos días.

La situación de la familia era de hambruna total, todo valía para combatirla, desde las mondas de patatas cocidas en agua, hasta los gatos que maullaran cerca. El aceite para cocinar era un lujo casi inalcanzable. Como la inmensa mayoría de la población, eran políticamente ignorantes e inapetentes de adquirir ese conocimiento, basaban su lógica en que los buenos eran los que les daban de comer y los malos los que les habían echado de sus casas. Casi les daba igual quien ganara la guerra, ellos tenían muy claro que peor no les podía ir. Mendigando para comer habían tocado fondo. Por eso no les importó demasiado, en el curso de la Guerra Civil, tener que separarse en diáspora familiar para repartir las necesidades. Las hermanas tardarían en volver a verse juntas.

Volvemos a casa

Aquel primero de abril se hizo el silencio entre los refugiados, según les dijeron habían perdido la Guerra Civil, la noticia corrió como la pólvora, pero ellos se sentían afortunados porque otros muchos, además de perder la guerra, habían perdido la vida. Empezaron su primer año triunfal desandando el camino del exilio forzado. Regresaron buscando casas donde poder rehacer sus golpeadas existencias; de la propia no quedaban ni los cimientos ni los papeles que acreditaban su propiedad. Al huir precipitadamente, Vicenta, la madre, únicamente había cogido la escritura de propiedad de la sepultura familiar.

Tras arrastrar sus esperanzas por distintas casas, con sus correspondientes desalojos, se volvieron a encontrar en la casa de la tía Martina, con la que compartieron sus múltiples necesidades y el dolor del exilio de un hijo de ésta, Emiliano, que ya siempre viviría en el otro país. Ese verano de paz siguió siendo un verano de hambre, pero con tres años más.

La niña Isabel, hoy nonagenaria y bisabuela feliz, se acuerda con claridad meridiana y así me lo ha contado.

José Antonio Sánchez

José Antonio Sánchez con su madre Isabel.