Estos días se está debatiendo el nuevo Plan General de Urbanismo en Las Rozas y creemos que puede ser un buen momento para reflexionar desde Meet Las Rozas sobre el impacto que tiene en nuestras vidas diarias. Lo más normal es que demos las cosas por hecho y no nos demos cuenta salvo algún atasco o alguna zona que pueda convertirse en más transitable o que no dé demasiado el sol en los parques de los más pequeños. Sin embargo, los planes de urbanismo condicionan nuestro comportamiento y nuestra mirada.

Permítanme un par de preguntas. Amigos de Parque Empresarial o Montecillo, ¿cuánto tardáis en llegar al centro de salud andando? Amigos de La Marazuela, ¿cuánto tardan los niños en llegar al colegio andando? ¿Cuánto tiempo antes estuvieron las casas respecto al centro de salud? No se trata de una consecuencia indeseada, sino del objetivo. Veamos. 

Planificar las ciudades

Un plan de urbanismo es una plasmación física de un modelo económico en el que las ciudades se convierten en empresas y la ausencia de servicios comunes promueven la competición y el individualismo, creando un estilo de vida lleno de agravios comparativos y miedos. La ciudad deja de construirse para ser habitada (observen la nueva Plaza de Sol), siendo relegadas a metros cuadrados de inversión que garantizan una población homogénea en constante competición así como rendimiento económico cortoplacista. Esta segregación no es espontánea y crea sesgos (y da votos). Una de las ideas que nos han propuesto ante las olas de calor es meternos en El Corte Inglés o en misa (sic). 

Una de las características más visible es que todos son prácticamente iguales: la planificación envía a millones de personas a enormes calles rectas con banderas junto a carreteras y nudos de comunicación que conectan con centros de producción y gigantescos y masificados centros comerciales cercanos para el fin de semana. La personalidad e identidad de los territorios queda totalmente difuminada, apareciendo una propiedad (la casa o el coche) ligada al estatus, la simulación de pertenencia y, finalmente, el miedo a perderlo. Este miedo se retroalimenta, convirtiéndose en una vigilancia adictiva (el consumo aparece como intento de amortiguar esa angustia). Esta acumulación de fronteras crea un mapa mental. Para eso aparecen los símbolos, para saber y recordar que se forma parte de

Lo público y lo individual

En este contexto, paradójicamente, las personas están convencidas de ser singulares y únicas. Si no hay nada (y aquí es donde viene el truco), cada uno tiene que buscarse soluciones (cojo el coche y voy a mi seguro privado porque puedo y tengo). Lo público queda como una opción personal o un acto de militancia dejando paso a lo individual. Los problemas colectivos pasan a ser personales, quedando todo atrapado bajo el romanticismo de la palabra libertad. Para hacerla digerible y accesible, todo lo común recibe el nombre de imposición o comunismo. Y más símbolos (por ejemplo, el precio de las casas o coches que casi son todo terreno para ir en línea recta al Mercadona y que nos quepa la compra).

La realidad nos demuestra lo contrario: cuanto más caminable es una ciudad, mejores y más fuertes son los lazos que se generan en comunidad, favoreciendo una identificación con el entorno y los espacios comunes. Además, los índices de seguridad son mayores donde más personas ocupan los espacios públicos, repercutiendo sobre el pequeño comercio. Según un estudio de Brookins Institution (Washington, 2022), a medida que se mejoran nuestros lazos comunitarios, se activa la economía. Pero no sólo eso: también mejora nuestra salud mental y bienestar emocional (Perry, 2021).