En semanas pasadas, a través del experimento de Milgram, pudimos revisar los peligros que puede traer consigo una obediencia ciega y los motivos por los que la llevamos a cabo. Hoy abordaremos, a través del experimento de Zimbardo, de qué manera puede influir el entorno en la maldad. Más concretamente, cómo el poder marca la conducta de quien lo ejerce.

Durante siglos se ha intentado descubrir qué es lo que hace malas a las personas, llegando a muchas respuestas distintas (genética, evolución, ambiente…). Parece evidente que en función del sitio en el que nazcamos, veremos unas u otras cosas a nuestro alrededor. En un barrio conflictivo del Bronx neoyorquino encontraremos a la luz del día comportamientos que difícilmente encontraremos en el barrio de Salamanca. A partir de aquí, podemos afirmar que el ambiente moldea a las personas hasta el punto de modificar la herencia genética (epigenética) de una generación a otra en función de las situaciones.

Experimento conductual

A principios de los años 70, el profesor de la Universidad de Standford, Philip Zimbardo, recibió un encargo por parte de la Armada de los Estados Unidos. Debía llevar a cabo un estudio para valorar la situación carcelaria de ese momento. El experimento fue definido por Zimbardo como una tragedia griega. Su trabajo sirvió finalmente para poder valorar el impacto que tienen las etiquetas en las conductas de las personas y darse cuenta cómo el mal puede corromper a los buenos. Si bien el ejercicio contó con críticas tanto éticas como metodológicas, es uno de los más estudiados en las universidades.

La selección de los participantes para el experimento de Zimbardo se hizo mediante un anuncio en la prensa.

Anuncio para experimento sobre conducta

Las solicitudes recibidas correspondían a estudiantes universitarios blancos de clase media/alta. A partir de aquí se formaron dos grupos de forma aleatoria: carceleros y prisioneros.

A los carceleros se les facilitó el uniforme completo (porras, esposas, silbatos…), incluyendo unas gafas de sol reflectantes que impidieran el contacto visual y recibieron la consigna de “esta es vuestra cárcel”. Por tanto, tenían el poder, eran responsables de lo que sucediera dentro de la cárcel, construida en el sótano de la Universidad, y tenían la única prohibición de no aplicar la violencia física. Los prisioneros, por su parte, recibían únicamente una bata, unas sandalias y un parche con su número de identificación, pero ninguna instrucción.

Resultados en solo dos días

A las 48 horas, los carceleros afirmaban que los prisioneros eran personas conflictivas que debían ser aplacadas de algún modo y, si era necesario, realizarían horas extras. Por su parte, los prisioneros vieron su identidad anulada, transformándose en simples números y recibiendo tratos humillantes en todo momento. Ocurría especialmente por las noches, cuando el profesor Zimbardo se iba a dormir y se supone que no veía lo que allí ocurría realmente.

A los pocos días, la mayoría de los prisioneros había sufrido abusos, agresiones y humillaciones. Cada recuento traía castigos físicos, se retiraban los colchones para que tuvieran que dormir desnudos en el suelo… El estado emocional de los prisioneros empeoró por horas, incluyendo traumas severos y visitas médicas, a medida que aumentaba la crueldad por parte de los carceleros.

Un experimento que tenía que haber durado dos semanas tuvo que ser cancelado al sexto día. Gente normal se habían corrompido por el poder de los papeles asignados, así como el soporte institucional. Afortunadamente, estas crisis tenían una duración determinada y las personas se restablecían una vez salían de la situación.

Para finalizar, conviene revisar la cita literal de uno de los participantes con el rol de carcelero: “Me creía incapaz de ese tipo de conducta y me sorprendió. Me consternó que pudiera ser así, opuesta a cualquier cosa que hubiera soñado hacer. Pero mientras lo hacía, no sentía ningún arrepentimiento, no sentía culpa alguna hasta después”.

Algunas conclusiones

  • Las personas somos capaces de jugar los papeles que se nos asignan y llevar nuestra conducta a niveles extremos en función de las etiquetas.
  • Nuestro comportamiento tiene más que ver con el resultado de la situación que vivimos. Esto marca más que otros elementos como personalidad, esfuerzo, méritos o genética. Recordemos que los grupos se formaron al azar.

Si analizamos con cierto detalle los dos experimentos que hemos publicado, podemos tener la siguiente visión: si a una persona se le asigna un poder determinado (imaginemos un directivo de empresa, político …) parece que en función de la etiqueta y el rol impuesto pueden llegar a ejercerlo con cierta maldad (cosa que en otras situaciones, no se daría). A su vez, tenemos individuos que obedecen cualquier orden (recordemos el aumento del voltaje a personas lesionadas o gritando) por el mero hecho de seguir las órdenes de alguien que se cree (o se le otorga) un cierto poder.

Desde Meet Las Rozas, nos encantaría contar con vuestras reflexiones.