Todo librero sabe que para recomendar libros infantiles (especialmente a personas mayores) lo prudente es averiguar si son para niños o para niñas. Y da igual que los protagonistas sean animales, moluscos o calcetines, las cebras son de niñas y los caracoles de niños, y los calcetines…, eh, pues algo tendrán que ser, a ver cómo se llaman que te lo digo y salimos de dudas.
Yo, prudentísimo librero, a veces me arriesgo con la imprudencia. Creo que hace varios años que evito a toda costa la dichosa preguntita de si es para niño o para niña porque me parece que algún día tendremos que llegar al siglo XXI y hay que resistirse como sea al imán de las tradiciones que segregan. Que cada cual castre a su gusto en su casa la identidad de género de su prole, pero los libros de mi librería son libres y buscan lectores libres, y esa libertad es irrenunciable y es el mejor futuro que podemos construir. Así que he decidido que, ya que estamos en la segunda década de este siglo plural, y del siglo pasado ya no se acuerdan ni los euros, voy a llevar mi imprudencia un pasito más allá y cuando me pidan recomendaciones de novelas románticas adolescentes no me voy a molestar en preguntar la orientación sexual. En esto parto con ventaja, no es una pregunta que nadie se espere.
Aunque es verdad que la piscina es más profunda y tiene mucha menos agua: me arriesgo a que más de alguno me tache de loco por tirarme a ese vacío. ¡Pensar que cualquiera puede sentirse identificado en una historia romántica homosexual! ¡Degenerado, en qué mundo crees que vivimos! ¡Deja de imponerme tu ideología de género!
Y es que qué poder más portentoso tendría si desde este mostrador pudiera imponer de verdad alguna ideología. Imponer que otros se vean reflejados en historias distintas a las suyas. Imponer que la cebra Camila pueda llegar a convertirse en la heroína de los sueños de un pequeño Víctor al que solo le gustaban los bomberos. Imponer que dos chicos o dos chicas besándose puedan emocionarnos a todos hasta las lágrimas, igual que un chico y una chica besándose llevan haciéndolo desde que el mundo es mundo.
Qué poder, madre mía. ¿Quién no querría ser librero para disfrutar todos los días de un poder así?