Permítame doña Cigüeña María que hoy les hable a mis vecinos de Las Rozas de una de esas personas que permanecen indelebles en la memoria. De un extremeño de Villalba de los Barros que, allá por 1968, se convirtió en roceño de los de pura cepa.

Como bien sabe usted, se llamaba Lorenzo Cardoso Cansado. Don Lorenzo. ‘El paste’, como era conocido por todos los niños de Las Rozas. Después de cincuenta años, aún perdura en la memoria de aquellos chiquillos la imagen de la bata azul con la que don Lorenzo les recibía detrás del mostrador de la ‘vieja’ pastelería de la calle Real. Y digo don Lorenzo, porque hablar de ‘El paste’ es nombrar a toda una institución roceña que durante más de dos décadas formó parte de la vida cotidiana de este pueblo. Sin él, buena parte de la infancia de los niños en Las Rozas no hubiera sido la misma. Sin él, me atrevería a decir, nuestra infancia no habría sido tan dulce.

Lorenzo junto a uno de sus hijos, en la calle Real

¡Aquellas palmeras de chocolate y bambas de nata!

Dulce, esa es la palabra que mejor expresa el recuerdo que tenemos quienes le conocimos. Dulce porque, a pesar de que te dejabas la pequeña paga semanal en aquella pastelería de toldo azul, “no era un gasto, sino una inversión en felicidad” como bien rememora con melancolía Alex. Dulce porque “era un buen hombre, una buena persona”, nos dice Pedro. “Delgado y muy agradable. Vecino mío. Recuerdo su bata azul y lo delgado que era. Los domingos después de misa, con las 25 pesetas de paga, me pasaba por el paste y le volvía loco. Me daban para mucho esos cinco duros, pero era tan indecisa que al final tenía que venir su mujer, Isabel, a atenderme para meterme caña porque nunca sabía qué pedir”, recuerda Nuria. “Tengo sueños dulces al recordar el negrito, la palmera de chocolate y la bamba de nata, mis bollos favoritos”, comenta Luis Alberto. “Esas cuñas que no las he vuelto a probar igual”, añade Raúl.

Aquellos ‘bollos’, según nos relata Rafa, uno de los dos hijos de don Lorenzo, “los escogía recién hechos de entre varios hornos de Madrid. Mi padre bajaba a primera hora a la capital y elegía aquellos que sabía que más demanda tenían entre sus jóvenes clientes”. Luego, los distribuía cada mañana, de lunes a domingo, en aquel mostrador de cristal que daba para mucho más. Debajo del mismo colocaba las cajas de ‘chuches’, las cajas con los sobres de soldaditos, los cromos con las series que había en ese momento, “los cacharritos de cocina para las niñas, y los sobres de indios y vaqueros para los niños”, ríe Nuria.

La pastelería se ubicaba en mitad de la calle Real. (Fuente: Félix López)

La ilusión de la temporada de los helados

Una fecha en el calendario que a todos los niños nos encantaba era la llegada del verano y, con él, los tan ansiados helados que vendía ‘El paste’. Rafa señala que “cuando venían dos días de calor, y tras muchas preguntas de los chavales, empezaba a preparar el pedido de los helados. Recuerdo que siendo pequeño también era para mí un acontecimiento preparar las cámaras, los carteles con los nuevos precios y las novedades de cada año”.

Una de las primeras que se ponía a la cola al comenzar la temporada de los helados era Cristina, quien añora aquellos “cortes de helado, esas barras que él ponía con una guía de hierro encima para hacer los cortes perfectos. Yo siempre le decía que me pusiera una galleta más y él miraba a su mujer, me la ponía rápido en una servilleta y listo”.

Otra fecha señalada era Navidad y los roscones de reyes. “Entonces sólo se vendían los días más próximos a esta fecha. Con ilusión, la gente esperaba que mi padre llegara con ellos. Esos días, prácticamente, sólo nos dedicábamos a los roscones. Eran artesanales y hacíamos dos o tres viajes al día a Madrid, porque no teníamos horno propio y no nos servían más cantidad aunque lo pidiéramos. Cuando llegábamos con los coches cargados de roscones, teníamos a la gente esperándonos”.

El trabajo bien hecho

Una de las mayores virtudes de mi padre era el trato con la gente. Normalmente ya sabía lo que tomabas y te lo ofrecía. Si no había, te ofrecía algo nuevo que sabía que te podía gustar. Era un gran vendedor y siempre buscaba la forma de que te sintieras a gusto y salieras contento. Haberles conocido desde pequeños comprando sus primeras chucherías, verles crecer comiendo bollos y finalmente, que algunos siguieran viniendo con sus hijos después, era un orgullo para él y un reconocimiento a que había hecho bien su trabajo”. Rafa añade que no sólo era así con los niños, sino también con los adultos. Conocía el carácter y las manías de todos sus clientes, pequeños y mayores. “Recuerdo una señora muy mayor que venía a comprar caramelos. La bolsa contenía de manera conjunta caramelos de naranja y limón, pero ella sólo quería los de un sabor. Mi padre cogía un puñado y seleccionaba los que quería aquella clienta y así conseguía que se fuera tan contenta”.

Isabel, esposa de Lorenzo, junto a uno de sus hijos en la puerta de la pastelería

Un peculiar sistema de crédito

Para don Lorenzo, su clientela era parte de su familia y así te hacía sentir. Eras Alicia, ‘la hija de la Conchi’. Y cuando entrabas por el umbral de la puerta de la pastelería, siempre te recibía con un entrañable saludo o broma que había visto en la tele o que sabía que era la jerga de moda que utilizábamos entre nosotros. ‘El paste’ era un amigo más.

Y como buen amigo confiaba en ti, o más bien en tus padres. ¿Quién no ha salido por la puerta de aquella pastelería sin pagar la totalidad de lo que se llevaba porque no le daba el presupuesto? No había ningún problema. Contábamos con un sistema de “crédito” ideado por ‘El paste’: los apuntes de deuda en las servilletas. Don Lorenzo apuntaba lo que se debía haciendo referencia a la familia a la que pertenecías: “Juan, el hijo de Herminia”. Te podías llevar más de lo que podías pagar, pero eso sí, don Lorenzo te advertía que se lo dijeras a tu madre porque sabía, que en más de una ocasión, los olvidos de la deuda contraída no solo era motivo de bronca en casa, sino que los ecos del enfado de tu madre llegaban a los oídos de ‘El paste’, por permitirnos tamaña deuda.

El hijo de don Lorenzo recuerda bien aquel ‘sistema de crédito’ tan peculiar: “al final de la temporada, antes de cerrar por vacaciones en agosto, se hacía una limpieza de servilletas. Pequeñas deudas, cosas que ya llevaban un tiempo y sabíamos que no se cobrarían. Era como finalizar el curso para irse de vacaciones tranquilamente y empezar de nuevo en septiembre”.

No había caja registradora y si la había, poco se usaba. “Todo era muy manual. El importe de la compra se calculaba de cabeza o en una servilleta. La calculadora solo se usaba para casos difíciles. Una vez a la semana se contaba toda la calderilla, se empaquetaba y se llevaba al Banco de Santander, donde todos conocían a mi padre. Sabían que venía siempre con prisa para volver cuanto antes a la pastelería, así que el cajero recogía los paquetes y apuntaba su importe para luego ingresarlo en la cuenta. Antes de marcharse, más de uno en el Banco le pedía que le guardara el pan. En aquel pueblo de entonces, todos nos conocíamos y se creaban vínculos de amistad y confianza”.  

Isabel y Lorenzo junto a Marcos, su empleado, en el local de la cuesta San Francisco

Más de dos décadas en la calle Real

La pastelería de ‘El paste’ en la calle Real permaneció abierta desde principios de los años setenta hasta 1985, fecha en la que don Lorenzo decidió trasladarse a un local de la cuesta San Francisco. “El edificio de la calle Real era muy antiguo y comenzaba a presentar deficiencias. Con este cambio se ganó en espacio y se modernizó”. Rafa recuerda que el traslado fue un gran cambio para la familia. Él y su hermano Juan Antonio, ya eran mayores y podían atender al público junto con su padre y Marcos, “que con el tiempo fue mucho más que un empleado”.

Aquella pastelería ubicada en una de las casas más antiguas de la calle Real, se quedó pequeña, incapaz de atender a una población que crecía ya de manera exponencial. Atrás quedaba aquel minúsculo rectángulo con una pequeña trastienda, en cuya puerta se acumulaban aparcadas las bicicletas sobre la tierra de una calle Real aún sin asfaltar. Tras su cierre se cerraron infancias, y a nuestra memoria le pusimos candados para que no se nos escaparan los recuerdos de aquel ‘paste’ con bata azul que en una servilleta apuntaba dulces momentos.