Era una época oscura para cuatro mentes ilustradas como las de Simone de Beauvoir, Simone Weil, Hannah Arendt y Ayn Rand, quienes fueron claras víctimas de la decadencia de la humanidad moderna.

En un mundo en el que las mentes sobresalientes reconocidas eran mayoritariamente masculinas, ellas no encontraban su lugar. Esta diferencia derivó en un sentimiento de extrañeza, pero a su vez a la impresión de que no era su culpa no encajar correctamente, ya que la humanidad se comportaba de forma errática, irracional y dispuesta a aceptar cosas que ellas nunca estarían dispuestas a aceptar.

La vitalidad de Beauvoir

Teniendo en cuenta su papel como intelectuales, mujeres, y tres de ellas judías, podemos imaginar como sus situaciones individuales, llevadas a cabo en los escenarios de Alemania, Francia y Rusia no fueron para nada sencillas.

Pese a que la cuestión acerca de la libertad encierra en ella un sentido puramente humano, podría surgir la duda de si la existencia de esos otros seres humanos implicaría una puerta abierta a nuestra libertad o, por el contrario, un claro obstáculo. No obstante, esa libertad adquiere una curiosa forma cuando es considerada junto con la experiencia del amor: una vez que sentimos amor, también nos percatamos de que no somos libres nunca más porque nuestra propia existencia se ha “atado” a algo externo. Pero por otro lado, esta acción se podría ver como una forma de sentirnos libres por primera vez, liberadas de una misma…como si no estuviéramos solas en el mundo.

Así fue la experiencia de Simone de Beauvoir cuando desarrolló una especie de aversión hacia toda existencia ajena y, a su vez, una profunda relación con Jean-Paul Sartre como algo parecido al amor agápico de  “somos uno” y con un completo desinterés a lo ajeno. Es decir, que la existencia de Sartre para ella era más que suficiente y la del resto resultaba incluso repulsiva. El papel de la existencia en el resto, por tanto, no era más que una ayuda para elaborar los pensamientos de ambos. La pareja pronto se dio cuenta de la insostenibilidad de esa unión que derivaría en un encapsulamiento en su propia caverna cerebral con respecto al mundo exterior.

El amor entendido por Beauvoir en ese entonces estaba ligado a una estimulación de una vitalidad en la que no había límites y donde había encontrado un plácido escenario de embriaguez de la realidad. Su relación sentimental parecía dar un sentido aún más profundo ya que dentro de ella, Beauvoir se sentía necesariamente por debajo de Sartre, pendiente de él y olvidándose por tanto de sí misma y de su desarrollo y fruto intelectual, hasta el punto en el que ni ella misma se consideraba filosófica ni sentía que podía llegar a ser considerada como tal.

La empatía de Weil

Simone Weil parecía tener una mentalidad muy diferente; ella concebía al Estado como una máquina monstruosa que oprimía a la población y por ello sintió, ya desde el inicio, un impulso vital de defender su propia personalidad contra la sociedad. No obstante, ante la realidad aplastante en la que se encontraba inmersa, Weil acabó en un estado de desposesión de ella misma, sin sentido de dignidad, sin capacidad para pensar. Esta impotencia como individuo fue el impulso a reaccionar en una respuesta ética: ofrecerse como voluntaria para la guerra en España para experimentar lo mismo que la gente de ahí. Pronto desarrolló una empatía al prójimo que crecería hasta convertirse en un amor hacia los demás como el que se tenía a ella misma. Un amor incondicional y cristiano por víctimas de la guerra, por una población sujeta a las terribles circunstancias que sufren sin merecerlo. Ante la visión romántica de Beauvoir basada en la consideración del otro como el “uno y todo”, Weil se mostraba opuesta con un incondicional altruismo.

La individualidad colectiva de Arendt

Hannah Arendt nació como una mujer judía alemana que no se preocupó mucho por su identidad judía durante su juventud y tiempo de estudios, pero al finalizar éstos, las novedades políticas marcadas por el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, la llevaron a tener que reconocer que las personas determinaban quién era ella. En ese sentido, Arendt tuvo una especie de epifanía de que en la elección y obtención de su propia autonomía, no estaba sola, sino que había otros seres humanos que tienen una opinión real con respecto a esta cuestión. Arendt reivindicó la “doble opresión” del pueblo judío en esta época: tanto por los pueblos antisemitas que lo marginaban y/o perseguían, como también por los mismos magnates y notables judíos, quienes habían intentado dominar la política desde sus posiciones de privilegio. Por otro lado, Arendt también deseaba que esta liberación se lograse como una conquista colectiva pues, como había demostrado el auge y radicalización del antisemitismo, la salida individual (como la buscada en la asimilación) no impedía la persecución colectiva y dejaba a los “no asimilados” en una situación de mayor indefensión.

La introspección de Rand

Ayn Rand, por su parte, sostenía que las fuerzas totalitarias no defendían a las grandes masas como querían dar a entender, sino que mostraban una sorda indiferencia hacia ellas. Pasó por una etapa inicial de servir exclusivamente para el trabajo como guionista. Ya desde sus inicios, siempre con gran influencia nietzscheana, comienza a escribir acerca de la individualización del sujeto ante las masas. Rand concebía su época como un momento en la que los hombres se guiaban por otros en sus juicios de valor y en sus principios, y por tanto, la palabra “yo” había perdido cualquier función esencial, moral y política. Su propuesta ante dicha situación era la negación radical de la importancia de los demás para reconquistar la relevancia del “yo”. Atendiendo a esta filosofía, lo que se debía hacer es atendernos única y exclusivamente a nosotros para poder adquirir una visión nítida y poder así valernos por nosotros cuenta sin necesitar del resto.

La libertad

Beauvoir miraba el mundo con las gafas del optimismo, se había desprendido por fin de ser sombra de Sartre y creó un nuevo tipo de filosofía de la libertad fundada en el reconocimiento existencial mutuo con la idea de que “ nadie puede ser libre solo para sí”. Para ella, el amor y la libertad eran lo mismo.

Weil acabó por amar a lo trascendente, dispuesta al sufrimiento y al sacrificio como procesos incluidos intrínsecamente dentro del acto del amor. Había visto la luz divina en un tiempo tan oscuro como aquel y el espíritu completamente abierto a la luz del amor era el único que podía salvaguardarse.

Arendt reivindicó la importancia de ganar la voz propia y de concebir la identidad como un juego de diálogo en la que otras personas siempre tendrán algo que decir y donde siempre habrá que estar dispuesta a escucharlos. El concepto de amor para ella se basó en una igualdad donde a su vez se puede apreciar las diferencias que nos hacen únicos..

La propuesta de Rand radica en una conciencia verdaderamente amante del mundo, descansa en algo que no es la mirada de otros hombres, porque, “¿Quién necesita un mundo exterior cuando puede crear el suyo en el interior?

Son cuatro las figuras femeninas a través de las cuales gira la obra de Eilenberger, y con las que es posible otorgar a la filosofía de cada una un papel esencial, diferenciador y sin duda reunificador. Cuatro formas de sentirse amada y de amar la libertad como algo indispensable y necesario para desarrollarse como mujer pensadora y creadora.