Nuestra política vive tiempos en los que el insulto arrincona al argumento. Asistimos a una época en la que ridiculizar al adversario político es más importante que tratar de persuadirle. Prometer soluciones a problemas inexistentes parece garantizar un buen puñado de votos; y la mentira ya ni siquiera trata de esconderse. Incluso el uso de la fuerza, si es frente a los otros, ha dejado de ser el último recurso.
Cuando las redes sociales sustituyen al parlamento y las lonas publicitarias retratan más a quien las cuelga que a quién aparece en ellas, lo que se está tratando de fraguar es que esa violencia, cada vez menos contenida, acabe dando el último salto. Se trata de convertir las calles en las legitimadoras del poder. Pues, quien sepa alimentar, canalizar y rentabilizar ese odio cada vez menos contenido, alcanzará el éxito.
Si las elecciones se ven influidas por quienes se sienten con derecho a provocar disturbios; amenazar a sus oponentes políticos; y a silenciar a quien no piense como ellos, entonces nos estaremos embarcando en un camino que dará lugar a cambios traumáticos en nuestra democracia.
Roma como eterno antecedente
La degradación de las instituciones occidentales no es un fenómeno nuevo. Una imagen de las convulsiones que se están produciendo hoy en día en Estados Unidos y en Europa, nos la devuelve ese espejo en que a veces solemos mirarnos, y al que llamamos Roma.
Desde el mes de febrero del año pasado, la angustia por la invasión de Ucrania ha generado toneladas de libros, artículos y material audiovisual sobre como el oso ruso trata de convertirse en un nuevo imperio. Acusación que, tradicionalmente, viene también haciéndose a los Estados Unidos (recrudecida tras la invasión de Irak a manos de la administración Bush); y, en menor medida, a China, por la manera en la que vuelve su mirada hacia su vecina Taiwan.
Pero, de estos tres ejemplos, quizás sea el primero el que mejor represente la idea de una imperio que trata de extenderse cuando en realidad está cerca de desmoronarse. Y tal vez, sea precisamente por la fascinación atemporal que ejercen la decadencia y la caída de los imperios por lo que Roma sigue siendo un tema de debate interminable después veinte siglos.
Dos tratamientos eruditos de Roma
Dos tratamientos eruditos, aunque populares, de Roma merecen hoy estas líneas en Meet Las Rozas. La profesora de Cambridge, Mary Beard, en su merecidamente exitoso “SPQR”; y Josiah Osgood, profesor de Clásicas en Georgetown, en su excelente “Roma, la creación del Estado mundo”. Ambos se adentran en las perversas acciones y el interminable drama de una civilización casi inquietantemente moderna. Para el lector impaciente, desde este momento ya adelanto que la segunda obra supera a la primera en varios aspectos.
Ambas obras exploran los momentos cruciales de transformación y reconstrucción de la esfera sociopolítica romana. Lo que cada uno de ellos revela es la eterna, aunque banal, lección de que las élites políticas suelen alimentar las profundas divisiones sociales para amañar constantemente el sistema a su favor. Una vez que esto ocurre, sólo los más despiadados y astutos emergerán cuando el polvo se asiente.
«SPQR” de Mary Beard
Mary Beard comienza su historia con la conspiración de Catilina en el 63 a.C. El acontecimiento que marcó el punto álgido de la carrera de Marco Tulio Cicerón. Si la autora británica iba a saltarse la cronología estándar, cabría haber esperado que empezara en el 44 a.C., con el asesinato de Julio César; o con los asesinatos de los tribunos del pueblo, los hermanos Graco, en el 133 y el 121 a.C. Pero, la obra de Beard no pretende ser una crónica directa, sino que con mucho acierto es capaz de seleccionar e interpretar episodios históricos que, por si solos, representan la historia global que quiere contar.
Pero volvamos a Catilina, pues su conspiración encaja bien en nuestro actual estado de ánimo. Refleja la desesperación de muchos ciudadanos de a pie durante otra de las crisis financieras en Roma; y su aparente disposición a apoyar los planes violentos de un extravagante y arruinado miembro de la élite romana. La ira contra las grandes fortunas amasadas por la cúspide de la sociedad y la falta de fe en el sistema político espolearon a Catilina y sus partidarios.
El uso de ideales y de momentos históricos seleccionados y tergiversados
Pero, tan importante como los programas políticos de Catilina, el rebelde, y Cicerón, el defensor, era la forma en que los debates públicos dominaba la idea de lo que Roma debía ser, con apelaciones constantes tanto a Júpiter como a Rómulo. El uso de ideales y de momentos históricos cuidadosamente seleccionados y tergiversados, impulsó aquel trascendetal proceso. Igual que sucede hoy.
Beard es un persona muy inteligente. Basta con escucharla en alguna de las múltiples entrevistas que ha concedido en los últimos años a los largo de todo el mundo para darnos cuenta de que estamos ante una persona distinta. Es por eso por lo que los errores groseros que últimamente la han perseguido acerca de la raza (una obsesión muy propia de los anglosajones que todavía no han superado), en realidad no sean tales, sino verdaderas líneas de actuación que se alinean con el pensamiento que hoy en día acapara la primera plana de todos los medios de comunicación, y que sin duda le han permitido situar a sus libros en las estanterías de todas las librerías de mundo; así como llegar a presentar documentales, nada menos que para BBC y National Geografic. La británica sabe qué es lo que demanda la plebe, y no duda en satisfacerla.
Posiblemente, esta sea la razón por la que Beard se preocupe de recordarnos que Roma fue, desde sus inicios, una ciudad de inmigrantes invitados por su mítico fundador; y que finalice su libro en el año 212 d.C., cuando el emperador Caracalla concedió la ciudadanía a todo varón libre del Imperio Romano. Pero, mientras la autora hace todo lo posible por dar vida a los plebeyos, las mujeres y los esclavos del imperio, relativizará el papel que tuvo el ejército romano como el principal elemento del sistema sociopolítico de Roma. El desarrollo a lo largo de los siglos de los mecanismos políticos distintivos de Roma, se esboza con destreza, pero no se explora en detalle. Al final, el lector finaliza “SPQR” siendo capaz de sentir lo que suponía ser un ciudadano romano, pero habrá comprendido poco de cómo llegó a surgir todo aquello.
“Roma, a creación del Estado mundo” Josiah Osgood
En contraste con el enfoque más bien pesimista de Beard, en su “Roma, a creación del Estado mundo” Josiah Osgood nos ofrece un estudio de la historia romana desde aproximadamente la destrucción de Cartago, hasta la muerte de Germánico. Con un enfoque en los acontecimientos que afectaron el crecimiento de Roma para convertirse en un estado mundial en el siglo anterior al gobierno de Augusto.
El libro de Osgood sigue el desarrollo de estas transformaciones, desviándose de la narrativa tradicional. De manera que los hechos que marcaron este periodo, como el tribunado de los hermanos Graco; la revuelta de Saturnino; las guerras sociales y serviles; el ascenso de Pompeyo y César; la época triunviral; y la lucha final por el poder, ya no se perciben como entidades separadas. Se presentan como eventos que se suceden sin solución de continuidad y de forma íntimamente relacionada.
Nos encontramos frente a una obra más sólida que la de Beard. Osgood nos presenta una tesis convincente que nos impulsa a replantear nuestros conceptos, ideas y etiquetas relacionadas con la «crisis de la República romana» e incluso la «transición» de la República al Imperio. En este libro esta transición va más allá y, en su lugar, se produce una evolución hacia un «Estado mundo» que escapa de la tradicional división en períodos separados. En este sentido, el libro resulta más estimulante.
El futuro no es tan negro. O sí
Pero, lo cierto es que la lectura de ambas obras nos invita a dejar de leer en el pasado la hoja de ruta de nuestro futuro. No sería del todo razonable afirmar que la política actual avanza en la dirección de socavar los controles al poder existentes con el ánimo de llegar a una situación de dominio dictatorial. Ningún presidente español (aunque sí algún vicepresidente reciente) se ha atrevido aún a sugerir tal cosa. Sin embargo, un público ignorante de las políticas públicas, que sólo desea consumir la desinformación bien empaquetada que los partidos y la prensa partidista les presentan a través de sus pantallas, se convierte en cómplice de la pérdida de sus propios derechos y, por tanto, de su libertad.
Fenómenos como el trumpismo o el sanchismo no son más que un paso más en el proceso del triunfo de la personalidad sobre la capacidad y la experiencia; y las batallas intestinas que se libran dentro de los partidos son un signo de depravación entre los profesionales de la política que los romanos habrían reconocido demasiado mejor que nosotros.
Si esto no resulta ser una aberración temporal en la política española, una historia como la de Osgood o Beard -de conspiraciones sanguinarias, compra de voluntades y riesgo constante de convulsiones- podría llegar a dominar gradualmente el imaginario político nacional y europeo. Supondría una trágica pérdida del equilibrio tan cuidadosamente creado por los padres de nuestro ordenamiento jurídico, que, irónicamente, está basado en la constitución no escrita de la República romana.
Por: Sila
